La fantasía de una conciencia: un viaje hacia sí.

Morí mucho después, cuando la conmoción de vivir en una esfera que se deshacía y rehacía eternamente se hubo acabado. Morí al dejar de existir el tiempo. Me volví consciencia y sentimientos, únicamente. Dejé a un lado mi cuerpo. Me elevé y tomé una decisión. Viajé. Anduve por caminos que ya habían sido transitados por otros. Me resolví en conocer sus límites y sus posibilidades. Di pasos sobre los lugares en los que siempre había soñado descansar. Conocí las ciudades de los hombres, lo que en ellas se rememoraba y los monumentos que se alzaban a causa de ello. Paseé sobre las rocas de los largos caminos y tomé atajos cuando notaba que mis pies ya habían sentido la dureza de ciertas carreteras. Viví una nueva forma de vida, tuve hambre y me alimenté de las plantas, tuve sed y bebí, sentí la necesidad de ser amado y me amé. Pero siempre sentía la falta de algo. Retorné sobre mis huellas hasta llegar al lugar de mi muerte, donde había empezado a caminar. Noté que había vuelto sobre mis pasos sin destino alguno, que la marcha podría haber sido en vano. Supe que no tenía lugar a donde regresar. El único espacio del que nunca escapaba era el de mis recuerdos. Allá donde se acabaron los senderos todo era igual porque siempre estaba yo. No había familia, amigos, ni el suave extenderse de los brazos de ella. Sentí la soledad, pero como ella había habitado en mí por tanto tiempo, sólo pude formar una sonrisa al saber que el calor de su compañía agradaba a mi existencia. La soledad acarició mis mejillas saludándome y me tomó de la mano. Pronto aprendí de ella. Me mostró mis huellas -yo antes no las había notado, había andado mirando sólo al frente- y se elevó miles de metros sobre mí para contar mis pasos. Sonrió a lo lejos. Sus ojos me dijeron lo que su voz me confirmaría después: había surcado los pasos de todos los hombres pero no había envejecido. Miré mis manos, eran las de un niño. Hundí mis cabellos con uno de mis dedos y noté que no eran largos ni esponjosos. Se lo pregunté a ella, quien todo lo sabía. La soledad, que había habitado dentro de todos los hombres y todas las cosas, sabía lo que ocurría. De su eternidad había ganado la omnisciencia. Al preguntárselo miró al lado. No supo fingir su dolor. Elevó una de sus manos hasta mi hombro y la dejó caer. Su mirada se tornó hacia la derecha. Ella y el tiempo habían nacido juntos, afirmó. Habían sobrevolado el mar y las sombras de todas las cosas. Juntos crearon los vientos para darle vida y movimiento al mundo. Juntos crearon la aspereza de la arena para que los aires jugaran con él y la posibilidad de que los seres del mundo evolucionaran alimentándose de las plantas. Los lagos y la posibilidad de los reflejos fueron sus obras. Habían hecho al universo material tal como era. Pero él no existía más. El tiempo había muerto. Porque no había tiempo, yo no podía envejecer. Porque no había tiempo, mi conciencia se había elevado de su forma humana. Me miró preguntando si lo comprendía. En mi silencio descubrió mis dudas. “Mírate”, dijo, y vi que mi cuerpo no era otra cosa que mi imaginación. Cogió mi mano y tomé la forma de los aires. Comprendí que los verdaderos caminos del pensamiento eran los que estaban al lado de las sendas hechas por los hombres, alimentándose de éstos. Anduve con ella como mi compañera. La luna y el sol se siguieron sucediendo constantemente, pero los días no pasaban como cuando era humano. Juntos vimos crecer las flores a la sombra de los árboles y contemplamos la reacción de los pétalos ante el elevarse del sol. Domesticamos a todos animales y dominamos el arte de hablar su lenguaje. Emprendimos labores y luchamos por consumarlas; terminamos algunas y otras quedaron abandonadas. Ella era tan niña como yo cuando se escondía tras los setos para sorprenderme en mis soliloquios. Los mares se alzaban con las olas jugando entre ellas. Las brisas luchaban contra la voluntad de quienes invadían sus espacios en el interminable vaivén de sus anhelos. Las hojas de los árboles tornaron su color y cayeron al suelo, sirvieron de alimento al reino de los pequeños e inconscientes insectos y pronto vistieron a ramas nacientes. Me enseñó el juego de luces que creaban las luciérnagas. Yo nunca antes las había visto. Ella sonrió ante mi sorpresa. “Sonríes” dije, y ella respondió que la sonrisa no tenía sinónimo alguno; la sonrisa era sola y así se bastaba –su belleza era tanta. Recorrí las grietas y sus secretos, las profundidades y sus sombras, las potestades de cada especie animal y sus miedos, las biografías de todos los hombres y lo que faltaba decir de ellas, y un gesto confuso se formó en mi rostro. Era feliz pero me sentía un intruso. No tenía hogar, no tenía patria a la cual volver. No me sentía arraigado en el mundo. Se lo hice saber con prontitud; “ven conmigo” fue lo único que dijo y emprendimos un viaje. Atravesamos los desiertos y las selvas; nos hicimos diminutos, volamos por entre las hojas de los pastos y elevamos con dificultad granos de arena; nos transformamos en inmensos ojos para ver la redondez de la tierra y las voluntades de las fieras terrenales; volvimos a nuestro tamaño original. Las mareas nos trasladaban cuando decidíamos descansar. El brillo reflejado en sus aguas nos hablaba del flujo y de la repetición, de la veneración al movimiento de las estrellas y de la hermandad de los hombres que atravesaban el mar. Llegamos con demora –nos detuvimos bajo la presión del mar a observar las luces de las especies submarinas– a una isla desconocida para la humanidad. Soledad acompasó sus pasos a los míos hasta llegar a la arena. “Debo partir” dijo “pero siempre estaré a tu lado” y quedé solo. Alguien salió a mi encuentro. “Eres tú” dijeron ellas. Les mostré inconscientemente mi asombro. “¿Acaso no nos reconoces?” preguntó –ella hablaba en plural pero era una sola– “somos quienes te hicimos humano, somos nosotras, las palabras” afirmaron, y el sobresalto de sentirme un hombre fue sentido como un anhelado volver a casa. “Te hicimos lo que ahora eres. Sin nosotras, ¿qué serías tú sin nosotras?” dijeron, “cuando eras pequeño, cuando aún no teníamos el permiso de convertirte en un ser nuestro, cuando el balbuceo era quien te protegía, nosotras ya te observábamos detenidamente. Cuidamos de tus labios y de tus oídos, cuando aún empezabas a respirar al aire, y nos diste una nueva vida al pronunciar la primera de tus expresiones –a nosotras, a quienes nacíamos miles de veces sobre la extensión del mundo hasta que cesó el tiempo”. Mis ojos se detuvieron en su voz; sin darme cuenta, ahora yo era parte de ellas, yo era por siempre ellas.

4 Comentarios Agrega el tuyo

  1. Nat dice:

    … mil disculpas por la pregunta… pero que te inspiró la descripción?

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  2. steresis dice:

    Hola, Nat. Esto lo escribí luego de haber leído «Las olas» de Virginia Woolf. Saludos

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    1. nat dice:

      …No la leí a Virginia Woolf. Que particular concepción del tiempo. Gracias por contestar y tu amabilidad.

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      1. steresis dice:

        Te recomiendo mucho Las olas. Woolf es una escritora sin igual. Su prosa está bastante nutrida de la poesía y posee una finura y delicadeza que no he alcanzado a notar en otro autor/a.

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